AMANECER

           Hace dos veranos, cuando a finales de agosto disfrutaba de los últimos días del bien merecido descanso, una madrugada, no habían sonado aún las seis en el reloj, a pesar de haberme ido a acostar tarde y cansado ya de estar en la cama sin haber conseguido el reposo que necesitaba, me levanté y salí para andar un poco, perdiéndome en el silencio de aquellos hermosos parajes. Andé y andé por un sendero que bordeaba la costa, hasta que a mi vista apareció una gran cala escondida entre las rocas, que yo ya conocía. Antes de llegar, en un promontorio y sobre una roca, me senté con la vista fija en la inmensidad del mar. Este mar Mediterráneo que despierta tantas emociones en mi corazón.

Pasé largo tiempo, o tal vez nada más fueron unos segundos que se hicieron interminables, con la única compañía de la oscuridad, de la fresca brisa matinal y del suave rumor de las pequeñas olas de aquel mar en calma, rompiendo un poco más abajo de donde yo reposaba, produciendo en mis oídos una melodía incomparable.

De pronto un hecho normal que hacía años no contemplaba llamó poderosamente mi atención. En el horizonte, o si se prefiere decir, en la lejanía, la roja esfera del sol empezaba a hacer su aparición, meciendo tranquilamente sobre las aguas aquellos reflejos dorados de sus incontrolables rayos, produciendo a su vez infinidad de destellos plateados sobre aquella inmensidad en calma y que, las tímidas olas, alternativamente, hacían desaparecer entre la blancura inmaculada de su espuma final sobre la fina arena de la playa. En un extraño afán por querer poseerlo, o quizás por querer encontrarme mucho más cerca de aquella maravilla, bajé rápidamente hasta la cala y me desnudé por completo dejando solitariamente sobre la arena todas mis ropas. Me lancé a las frías aguas y nadé desesperadamente hacia aquel amanecer con la absurda intención, aunque eso no sé precisarlo, de llegar a alcanzarlo y fundirme en él para formar parte integrante de aquel momento natural. Cuanto más me adentraba en el mar, tanto más parecía alejarse de mí, y cuando ya cansado me di cuenta de mi inútil esfuerzo, me tendí sobre las aguas, y me dejé llevar. No pasó mucho tiempo cuando la corriente, ya me había devuelto precisamente al mismo lugar donde había dejado antes mis ropas. Salí del agua y, tal como estaba, me eché sobre la húmeda arena de la orilla y pensé en que lo que había hecho era una estupidez por mi parte y que, lo que había pretendido hacer era mucho más que imposible.

Sin embargo, el resto de los días hasta acabar las vacaciones y sin decir absolutamente nada a nadie, volví a repetir aquella experiencia con la que me sentía enormemente relajado y, durante mucho tiempo, he tenido una paz grandiosa cuando he pensado en ello ya que, en cierto modo, creo que sí fui parte integrante, ya que aquellos momentos fueron exclusivamente míos y tan sólo míos, a pesar de que no lo fuera precisamente aquel amanecer, que pertenecía a todo el mundo. Me hizo comprender que en la vida de un ser humano puede haber y hay, otras clases de motivaciones que las que se tienen por obtener las pequeñeces terrenas que, una vez obtenidas, no producen la satisfacción pretendida. Lo que de verdad poseemos que vale la pena y no valoramos. Los hechos reales cotidianos, que pasan día tras día ante nuestra vista sin prestarles la menor atención y que son precisamente los que jamás llegaremos a poseer unitariamente, porque a todos nos pertenecen por igual, esos son los que actualmente, producen calma y paz infinita en mi alma.

J.Cano 1 de septiembre de 1979